DE TÍTULOS Y HONORES

Osvaldo Vergara Bertiche
17 de Junio de 2007
Por haber trabajado en la construcción, algunos me llaman ingeniero, otros… arquitecto; por haber dictado clases me llaman maestro o profesor; por haber sido funcionario de gobierno, algunos me llaman doctor, otros contador y algunos licenciado; por escribir en medios periodísticos me suelen llamar periodista, y por divulgar hechos históricos me suelen nominar historiador.
Pero a decir verdad siempre me llamaron, nunca me llamé a mi mismo.
No tuve necesidad de parecer… de aparentar… sólo fui, soy y seré lo que soy y como soy.
Y siempre aclarando que no soy lo que, a veces, se me llama.
Es que en el imaginario colectivo, el hacer o el saber algo está vinculado únicamente a una determinada profesión. Profesión adquirida en claustros específicos.
Nunca escucharon decir a Enrique Santos Discépolo “lo que dejé de aprender en el colegio, lo recuperé en la calle… en la vida”.
Algunos creen que por codearse con ingenieros, doctores o profesores, se le parecen y adquieren, así, una cuota de mayor inserción social de alcurnia.
Otros, los más, desde su humildad, lo hacen porque es una forma de otorgar un tratamiento cordial y respetuoso a quién consideran que es merecedor de ese título.
Pero la cuestión de fondo es el Ser. El Ser que debe ser. Ser lo que se es y afrontarlo. Y para ser y poder ser y también estar y permanecer, hay quienes creen que deben ser lo que no son.
Y por tanto al nombre y apellido, al patronímico como establece nuestro idioma, le anteponen un título.
Como en 1913, gracias a nuestra Magna Asamblea, quedaron suprimidos las prerrogativas de sangre, los títulos de nobleza, la heráldica y los blasones que representaban un abuso contra la igualdad, están, igualmente, aquellos que necesitan imperiosamente imprimir delante de su filiación un “grado” determinado.
Como no se puede ser Conde o Barón, entonces se es “licenciado” o “ingeniero”.
Total hay tantos que lo son… ¿por qué no se puede ser? ¡Porque no!!!... ¡Gil!... No se puede.
Y no se puede, no porque atenta contra algún artículo intrascendente y poco punible y evadible de nuestro Código.
No se puede porque no se le puede tomar el pelo a los semejantes. Por eso no se puede.
Hablar francés, lucir brillante pelada craneana y ser Alcalde no alcanza, (quizás porque entre nosotros no existe el grado de “Lord”) entonces, es cuestión de encontrar una de las llamadas “fábrica de sellos” y sanseacabó… desde ese momento se es Licenciado.
En caso de no encontrar esa fábrica que resuelve tantas cuestiones de personalidad (la personalidad es el conjunto dinámico de características emocionales, de pensamiento y de conducta que son únicas a cada persona) siempre hay a mano una imprenta para que imprima (porque las imprentas están para eso) una “tarjeta” (si es con algún sello de agua, mejor) que al nombre y apellido anteponga el “título”. Lo que Salamanca non da la industria lo presta.
Lo que algún “licenciado” no tuvo en cuenta es que de tanto vanagloriarse de serlo, muchos lo tomaron tan en serio que decidieron “licenciarlo”.
Pero parece que el “grado” o “título” no adquirido legítimamente, inventado y creado artificial y ladinamente, tiene que ver con quién soy y para qué estoy.
Si se es “un bon vivant”, experto en la mundana noche, amigo de comparsas y de artistas o empresario prestigioso del espectáculo; gasta tabla de mesas de café o discurridor sapientoso en temas filosóficos, políticos y doctrinales; formador de opinión o dirigente social o político, que mejor que autoproclamarse Licenciado. ¿Licenciado en qué?... que importa.
Lo que importa es que se reconozca su licenciatura, que bien puede ser no una sino varias.
Y si se es un “denunciador” permanente, altivo, soberbio, con estadísticas propias en las manos, atropellando funcionarios y desparramando recetas sobre el “qué” debe hacerse y el “cómo” deben hacerse las cosas, con total precisión y contundencia, no se puede ser otra cosa que Ingeniero.
Si algo caracteriza a los Ingenieros es sin duda alguna su capacidad de razonamiento matemático y la precisión de cualquier resultado.
En estos tiempos vemos como se derrumban mitos. Y no todos gracias a Felipe Pigna. Sino gracias a la “tilinguería” de algunos.
Ser padre dolorido por la muerte de su hijo es digno del mayor respeto de todos. Toda congoja es poca y todo acompañamiento nunca es mucho. Ser padre de un hijo asesinado es digno de atención y protección por parte de la Autoridad competente. Ser padre de un hijo que fue secuestrado para perseguir un rescate y además asesinado, más allá de lograr o no el cometido, lo exime de toda delicadeza y le está permitido elevar su voz clamando justicia y gritar a los cuatro vientos sus verdades.
Pero de allí a pretender convertirse en una suerte de “mesías” de la seguridad, “cruzado” de la mano dura y "paradigma" de la tolerancia cero hay un buen trecho.
Convertirse en figura prominente y candidateable de los sectores más recalcitrantes de la sociedad argentina, por la vía de la democracia, conlleva un único objetivo, instalar una nueva “guerra interna” contra el nuevo “terrorismo urbano”: la delincuencia, utilizando, como propusiera el ingeniero que no es tal, un arma que dispare “energía eléctrica” al mejor estilo de la “picana”, entre otras perlas para el accionar.
Y si a todo esto le sumamos el desfalco de presentarse en sociedad usurpando títulos y honores, sacamos como conclusión, que a los sectores hegemónicos poco les importa la indignidad, la mentira y la corrupción que dicen enfrentar y de la que quieren salvarnos, sino que por el contrario son proclives, sus integrantes, a toda clase de indignidades, mentiras y corrupciones, con tal de seguir conservando sus privilegios.
Aparentan, algunos, tener “grados” o “títulos” que no tienen; lo que no pueden aparentar es lo que son.
Y lo que son lo sabemos porque los hemos tenido que soportar históricamente.
Pero por suerte parece que nos hemos dado cuenta los sin “títulos” que debemos hacer sonar el escarmiento. No conseguirán ni tan siquiera pasar de grado. Los “bocharemos”.