Alguien que tiene una clara idea de la historia verdadera, como la doctora. Cristina Fernández de Kirchner, ha avanzado en la senda del revisionismo: la reivindicación de la gesta de la Vuelta de Obligado, el ascenso a Generala de Juana Azurduy, la puesta en relieve de Manuel Dorrego, también el guión historiográfico de la celebración del Bicentenario que tanto escozor provocó en sectores del liberalismo conservador.
Los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX escribieron la historia oficial, la que siempre nos contaron y nos enseñaron, y su espíritu no pudo sino reproducir la ideología oligárquica, porteñista, liberal en lo económico y autoritaria en lo político, antiprovincial y anticriolla de aquellos cuyo proyecto de país estaba resumido en el dilema sarmientino entre “civilización”, lo europeísta-porteño, y “barbarie”, lo criollo-provincial.
Estaban convencidos del país que querían y lo llevaron adelante sin reparar en medios. Guiados por un abstracto “progreso”, diseñaron una sociedad a la imagen y semejanza de las naciones poderosas de la época y copiaron sus instituciones y sus cartas magnas sin importar que ellas respondiesen a circunstancias e idiosincrasias ajenas a las raigalmente nuestras. Para ellos, civilizar fue desnacionalizar. De allí nuestras costumbres, nuestros gustos, nuestra arquitectura, nuestros deportes, nuestros vicios. Nuestra historia.
Para llevar a buen puerto ese proyecto de organización nacional consideraron imprescindible renunciar a lo criollo y a lo popular que constituían la identidad medular de lo argentino. Comenzar de cero, imaginando haber nacido del otro lado del océano. O en el hemisferio norte. Sus ideólogos, en especial Sarmiento y Alberdi (este antes de su conversión y de su conflicto con el sanjuanino), bregaron por la transformación de la Argentina en lo que no era, pero que ellos consideraron que debía ser.
Debieron entonces enfrentar una dificultad supina: sus mayorías, la plebe, “no servían” para el proyecto “civilizador”. No olvidaban que era contra ellos que habían combatido a lo largo de los años de guerras civiles, pues los criollos, los indios, los gauchos, los mulatos, los orilleros habían sido leales, en su inmensa mayoría, a quienes representaron sus intereses ante el extranjerizante despotismo porteño: Artigas, Dorrego, San Martín (sí, San Martín) , Rosas, Ramírez, López, Peñaloza, Felipe Varela. Todos ellos, vale apuntar, de finales trágicos.
Porque no se trataba de hacer un país confortable para las grandes mayorías, sino de acomodarlo a las necesidades de los poderosos: “Hemos de componer la población para el sistema de gobierno, no el sistema de gobierno para la población (...) Necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces para la libertad” (Sarmiento).
Luego del asesinato de Dorrego se desencadenó un genocidio de gauchos federales, matanza que se repitió, amplificada, luego de que Urquiza entregase a Mitre el triunfo en Pavón. Los porteños organizaron entonces el Ejército Nacional, que fue lanzado a las provincias para ocuparlas y desalojar a sus gobernantes federales. En los años posteriores a Pavón murieron la mitad de los gauchos de la campaña.
La propuesta fue más allá del aniquilamiento físico y apuntó a la extirpación cultural, también psicológica, de todo aquello que oliera a plebeyo y nacional, identificado con barbarie, y lo hispánico, homologado a decadencia. Se estableció así una condición esencial de la dependencia argentina de intereses ajenos a los patrióticos en complicidad con su dirigencia política y económica. Mecanismo automático que funciona a nivel colectivo, en cada argentina y argentino, y se activa sin que se tenga conciencia de ello, pues está muy arraigada en nuestra cultura −más aun: en nuestro psiquismo− la idea de que lo culto, lo civilizado, lo deseable es lo exógeno. Ese diseño es el que se prolonga hasta nuestros días, con las variaciones impuestas por épocas y circunstancias, y a su calor se desarrolló la historiografía que le era funcional, sustentada por ceremonias escolares, marchas patrióticas, libros de texto, cátedras universitarias, academias y el dominio de los mecanismos de prestigio y de financiación.
Contra esa versión tendenciosa surgió en el pasado el “revisionismo histórico”, cuyo primer antecedente puede encontrarse en el Juan B. Alberdi que había regresado del elitismo: “En nombre de la libertad y con pretensiones de servirla, nuestros liberales Mitre, Sarmiento o Cía. han establecido un despotismo turco en la historia, en la política abstracta, en la leyenda, en la biografía de los argentinos. Sobre la Revolución de Mayo, sobre la guerra de la independencia, sobre sus batallas, sobre sus guerras, ellos tienen un alcorán que es de ley aceptar, creer, profesar, so pena de excomunión por el crimen de barbarie y caudillaje” (Escritos póstumos).
Desde sus inicios pueden detectarse un “revisionismo de derecha” y un “revisionismo progresista”. El primero pondrá el énfasis, por ejemplo, en el Rosas amante del orden, defensor de la soberanía nacional, aferrado al catolicismo en contra de la difundida masonería de su época. El segundo es representado por quienes compartían la opinión de la columna vertebral del revisionismo progresista, José María Rosa: “El gobierno de Rosas puede llamarse socialista. La Confederación Argentina con su sufragio universal, igualdad de clases, fuerte nacionalismo y equitativa distribución de la riqueza era tenida como una verdadera y sólida república “socialista” adelantada al tiempo y nacida lejos de Europa.”
La historia oficial se recicló rebautizándose como “historia social”, dominante en las universidades argentinas, que incorporó criterios y tecnologías actualizadas en un cambio cosmético sincerado por uno de sus principal ideólogos, Halperín Donghi (Ensayos de historiografía): “Nos proponemos ilustrar y enriquecer, pero cuidando de no ponerla en crisis, a la línea tradicional.” Es decir que se trata de una historia oficial modernizada.
Cabe aclarar que ningún prejuicio existe contra las serias y honestas investigaciones historiográficas llevadas a cabo por quienes no se identifican con el revisionismo; lo que cava la diferencia entre las corrientes en disputa es la interpretación que de ellas se hace.
Algunas acciones del gobierno nacional presidido por alguien que tiene una clara idea de la historia verdadera, como la doctora. Cristina Fernández de Kirchner, han avanzado en la senda del revisionismo: la reivindicación de la gesta de la Vuelta de Obligado, el ascenso a Generala de Juana Azurduy, la puesta en relieve de Manuel Dorrego, también el guión historiográfico de la celebración del Bicentenario que tanto escozor provocó en sectores del liberalismo conservador.
Araceli Bellota, Hernán Brienza, Eduardo Rosa, Pancho Pestanha, Luis Launay, Víctor Ramos, Leticia Manauta, Leonardo Castagnino, Eduardo Luis Duhalde, Hugo Chumbita, González Arzac, Oscar Denovi, Enrique Manson, Vergara Bertiche, Pablo Hernández, Roberto Surra, Marcelo Gullo, Muñoz Azpiri, García Pérez, Caro Figueroa, los recientemente fallecidos Ernesto Ríos y Enrique Oliva, son algunos de los declarados revisionistas actuales del campo nacional y popular, mayoritariamente peronistas, a los que vale agregar también a Felipe Pigna, Jorge Lanata, Daniel Balmaceda y a aquellos que se han ocupado de reescribir la historia más reciente como Ceferino Reato, Roberto Caballero, Marcelo Larraquy, Vicente Muleiro, María Seoane, Eduardo Anguita y otros. También cabe consignar a los revisionistas marxistas como Norberto Galasso.
Lo que unía y une a los revisionistas es lo que expresó Arturo Jauretche: “Véase entonces la importancia política del conocimiento de una historia auténtica; sin ella no es posible el conocimiento del presente y el desconocimiento del presente lleva implícita la imposibilidad de calcular el futuro, porque el hecho cotidiano es un complejo amasado con el barro de lo que fue y el fluido de lo que será, que no por difuso es inaccesible e inaprensible.”
Es que no puede construirse un futuro venturoso sobre la base de un pasado falsificado.