Preocupaciones de una ex-izquierdista de La Nación


por Julio Fernandez Baraibar


La señora Beatriz Sarlo ha vuelto a cumplimentar desde las páginas de La Nación, en su suplemento Enfoques, la obligación que tan honroso lugar le genera: enfrentar - y denunciar - desde la izquierda, con erudición académica y pujos gramscianos, el intento del gobierno de retomar la iniciativa en el campo de la cultura y el debate intelectual.


Bajo el título “En el país de los fiscales ideológicos”, la profesora retirada toma como centro de su ataque las claras referencias políticas del Secretario de Cultura de la Nación, Jorge Coscia, y los enunciados y definiciones de Carta Abierta. En su crítica a este último movimiento político intelectual, originado en los ámbitos universitarios, prima un aburrido formalismo idealista y un desprecio reconcentrado a todo intento del gobierno, de la presidenta o de sus defensores de expresar un sistema de ideas de antigua tradición, al que el liberalismo, al cual hoy adscribe Beatriz Sarlo, ha denigrado sistemáticamente. Que la presidenta declare no ser “sarmientina” o que reivindique a Manuel Dorrego contra su asesino Juan Lavalle, significa, para la ex maoísta del partido comunista revolucionario de los sesenta y setenta, una ingenua expresión de adolescencia radicalizada.


La crítica a Jorge Coscia adquiere, a su vez, un servicial matiz de denuncia, donde abundan las referencias al trotskismo y al comunismo.


Acostumbrada al silenciamiento que los medios de la reacción liberal impusieron sobre la Izquierda Nacional y sus intelectuales más destacados, Beatriz Sarlo recupera la memoria de las discusiones de su juventud y la ferocidad con que estos puntos de vista eran enfrentados por la izquierda universitaria.


En efecto, la Izquierda Nacional se caracterizó por la intransigente crítica al socialismo de Juan B. Justo y sus avinagrados seguidores, al comunismo de Victorio Codovilla y, en general, a toda la izquierda que coincidió con la Sociedad Rural en su condena al peronismo y las masas trabajadoras del 17 de octubre, y en su participación en la Revolución Libertadora y en el golpe cívico militar del 24 de marzo de 1976.


En ese sentido, los autores de la Izquierda Nacional que menciona Sarlo - Ramos, Spilimbergo, Alberti, Galasso -, así como Puiggrós y Hernández Arregui, cumplieron un importantísimo papel en la conformación de un pensamiento crítico y revolucionario en el momento en que se produjo la confluencia de amplios sectores de la clase media urbana con los trabajadores y el peronismo.


Junto con peronistas como Arturo Jauretche, Fermín Chávez, Muñoz Azpiri y otros, los autores antes citados facilitaron en aquellos años la comprensión del fenómeno peronista a las generaciones posteriores a la Revolución Libertadora.


En esa tarea, la explicación de cómo los partidos de la izquierda tradicional – el stalinismo ruso, el socialismo de Repetto y Juan B. Justo y el trotsquismo pronorteamericano - habían enfrentado a los trabajadores y a Perón, habían rechazado el aguinaldo y habían constituido la Unión Democrática con Ramón Santamarina y Victoria Ocampo, fue un capítulo insoslayable.


Beatriz Sarlo deja ver las cicatrices que ese debate dejaron en su delicada piel al decir que Jorge Abelardo Ramos “no puede ser más cruel con los socialistas a quienes acusa de todas las mezquindades: pequeña gente ilustrada pero irremediablemente tonta, extranjerizante y, como los comunistas y los gorilas, despreciativa de las masas populares”.


Sin embargo, no da un solo argumento que desmienta esta acusación ratificada por la experiencia histórica. Sarlo intenta soslayar, con evasivas retóricas, que, efectivamente, existía y existe “una izquierda que no entendía la Nación y una derecha que decía entenderla pero despreciaba la Nación popular concreta”.


Que Jorge Coscia, desde el lugar del Estado dedicado a las políticas culturales, hoy reivindique la validez de esta disyuntiva, no puede sino inquietar a los dueños de La Nación y sus sucriptores.


Beatriz Sarlo sale, entonces, a dar la batalla tras la máscara de su impoluto academicismo.


Pero la máscara no puede ocultar su pelambre gorila.


¿Dije pelambre? Quise decir raigambre.


Buenos Aires, 7 de setiembre de 2009