La serpiente y la Cruz


José Luis Muñoz Azpiri (h)

“En la conquista de América se entreveran
encomienda y utopía, hecho y derecho, guerra y misión,
agresión y voluntad de una nueva Ciudad de Dios”
Ramón Xirau

La dialéctica del prójimo y el extraño

Una de las características esenciales que ha regido el devenir de la historia de la humanidad es la idea que los pueblos se hacen de sí mismos y de sus vecinos. Esta regla universal, que llamamos etnocentrismo, existe desde que el fuego y los rudimentos de la civilización anunciaron la aparición del hombre.
No tiene latitudes geográficas, ni longitudes temporales, su universo abarca desde nuestra Tierra del Fuego, cuando hace miles de años los Onas se llamaron a sí mismos Selk nam (nosotros, los hombres) hasta los tiempos actuales. Así como fueron bárbaros quienes no dominaron el vocabulario helénico y vivieron ajenos a la actividad de la Polis, “sudacas”, “pieds noirs” o “marielitos” serán los apelativos actuales de quienes desembarquen en las orillas del desarrollo.
En cierta forma, toda sociedad tiende a considerar sus pautas culturales como unívocas y excluyentes, sea como tendencia endógena de supervivencia o como fundamentación teórica para legitimar su dominio sobre la otra.
Este aislamiento en sí mismo, que se traduce en hostilidad tribal ante la vecindad del grupo ajeno, este mutuo extrañamiento y relación de conflicto entre el prójimo y el “otro”, no parece resuelto en los Balcanes, en Medio Oriente o en la Unión Europea. Tampoco en nuestra América, donde apenas transcurrido menos de una década desde el Vº Centenario, se persiste en viejas polémicas, nuevas expediciones a la Leyenda Negra o la reminiscencia nostálgica de las glorias coloniales cantadas por Kipling.
Resulta paradójico y desalentador que el drama histórico que originó la primera y profunda reflexión de la humanidad sobre sí misma, sea nuevamente a medio milenio de su eclosión, objeto de bizantinos discurrimientos sobre su legitimidad (como si todos los acontecimientos históricos lo tuvieran) o de maniquea arena de enfrentamiento entre “civilización original” o “cultura trasplantada”.
No se reflexiona sobre el verdadero significado del acontecimiento. Se lo fractura, se lo parcializa, se habla del “encubrimiento de América” y se lo despoja de su verdadero simbolismo. De ambas orillas del Océano de los Descubrimientos es proclamado como la epopeya de Europa o el Apocalipsis indígena, pero por curioso mecanismo de autonegación se evita mencionar el ciclópeo parto de una nueva identidad.
Pues el extrañamiento, la “otredad”, persiste en muchos sectores empeñados en creer en la pureza de las culturas – como si tal cosa existiese – y no admitir que la cultura post-colombina es esencialmente sincrética, como mestiza fue la España de las proas de Colón.
Si en la actualidad se le preguntara a un parisino cuál es la verdadera Francia, si la de los Capeto o la de la Revolución, o a un británico si la Inglaterra sajona es mas genuina que la normanda, consideraría el interrogatorio un absurdo, dado que ab initio concibe su nación como un continuum.
Pues bien, sea desde una perspectiva indigenista, empecinada en lo que condena, la amputación de la historia; o de anacrónicos esquemas europeístas de darwinismo social, que encuentran en el mestizaje americano, nuestra supuesta inferioridad como naciones, nuestro continente se presenta disociado, ahistórico, compartimentado en bloques irreconciliables.
Curiosa patología de negación de la realidad, que como toda enfermedad mental conduce a la alineación o la muerte. En este caso, de la originalidad propia.
Sí, somos vástagos de un alumbramiento doloroso, que no merece celebración eurocéntrica ni luctuosa conmemoración americana, pues no todo lo que se perdió es digno de llorarse ni todo lo que se adquirió es digno de festejarse. Es tiempo ya de aceptar que, si pretendemos ser propietarios de la historia y no inquilinos de la misma, nuestra identidad está dada por la interrelación de culturas que sucesivamente arribaron al Nuevo Mundo, desde los primitivos cazadores recolectores de la Era Glacial hasta los inmigrantes y refugiados del presente siglo. Cualquier negación de alguna en nombre de determinada postura ideológica, no sería otra cosa que mutilar parte de nuestra existencia.


La conquista del infinito
“...capitanes de ensueño y de quimera
rompiendo para siempre el horizonte,
persiguieron el sol en su carrera”
Manuel Machado

Nuestro presente se caracteriza por revelar cotidianamente sucesos que no hace muchos con concebíamos irrealizables. Nuestras dimensiones espacio-temporales han sufrido una transformación de intensidad similar a la que significó la aparición de Copérnico en el conocimiento astronómico antiguo. La planetarización informativa nos advierte al instante de la reestructuración geográfica de los países del Este, del África o de los Balcanes y armados de paciencia intentamos pronunciar los apellidos de los nuevos mandatarios. Con la misma serenidad nos enteramos de envío de la cápsula Voyager con mensajes a posibles inteligencias extraterrestres o de la exploración abisal de una fosa oceánica. Ya no existe metro cuadrado de la superficie que no haya sido minuciosamente relevado.
Pero el universo geográfico de la Europa del siglo XV se ceñía a unas pocas naciones, los confines de un desierto o una cordillera, el conjunto mítico de los viajeros venecianos en Oriente y de los navegantes lusitanos en las costas del África. Las costas atlánticas del Mar Tenebroso eran el “non plus ultra” y mirar allende sus aguas, traspasar los límites del sueño.
En este aspecto, el mundo antiguo se distinguía por un ambiente poético que el nuestro ha perdido. Los vacíos de la cartografía se llenaban con el bestiario medieval, los apetitos de los comerciantes se avivaban con las memorias de Marco Polo y los corazones de los campesinos, tristes sombras encadenadas a la servidumbre de la tierra, encontraban momentos de sublime libertad en el canto de los juglares.
Ateridos, tras la dura jornada, el calor mágico de unos leños ardiendo los congregaba como en tiempos primordiales. Repentinamente, una caminante que a la vera del camino había solicitado compartir su vino y su pan, comenzaba a narrar su travesía por tierras extrañas. Hablaba de hombres que sólo se cubrían de seda, de palacios resplandecientes, de muchedumbres de guerreros enjaezados en corazas brillantes que hería el Sol, de miles de gargantas que, al aclamar a su conductor de gentes y caballos, hacían temblar las montañas más altas de la tierra.
El joven campesino, extremeño, genovés, provenzal o sajón, soñaba al calor del fuego y al arrullo de las palabras del viajero. Soñaba abandonar el tedio de la vida aldeana, la esclavitud del arado, la inercia cíclica de una vida mil veces repetida por sus ancestros. En las palabras del trovador encontraba sentido a su existencia, podía dejar de ser el triste palurdo y transformarse en el Caballero Lancelote, los callos de las manos heridas por el ejercicio de la azada se redimirían en las manos robustas de los monjes guerreros y la penitencia de sus impulsos viriles encontraría liberación entre mujeres perfumadas de sándalo, que darían dulce reposo a su fatiga.
Fue casi el despoblamiento de Europa. La flor y nata de su simiente emigró a los puertos, verdaderas usinas de fantasía. Nuevas tierras, nuevos sueños, nueva vida. El labrador que sólo había conocido unas pocas parcelas de cereal, las admoniciones del párroco y las ordenanzas de su padre y el señor feudal, arribaba a la mugre de las escolleras, al arrabal de Europa, donde aventureros de toda clase, pícaros, charlatanes de siete suelas y soñadores empedernidos, partían a confirmar las profecías del mundo antiguo.
Universo multicolor, calidoscopio de aromas, idiomas y relatos, donde el sonido de pendones y velámenes restallando en el viento se confundía con el griterío de la marinería anunciando a viva voz sus nuevos descubrimientos. Mientras tonelajes de frutos desconocidos se descargaban en los muelles como una cornucopia legendaria, centenares de espíritus anhelantes pugnaban por integrarse a la tripulación de las nuevas expediciones.
Algunos autores han comparado la empresa del Descubrimiento con las actuales aventuras espaciales, pero la diferencia es que hoy sabemos a donde nos dirigimos y con razonables márgenes de seguridad. El destierro ibérico significaba encomendarse a Cristo, esperar el barlovento y transitar meses una eslora no mayor a la de nuestros barquitos de fin de semana.
Fue un éxodo único en la historia, un impulso nietzscheano de jugarlo todo a cara o cruz tras la enceguecedora luminosidad de las maravillas Oriente o la oscuridad sin límites del abismo oceánico. Las tempestades, las riñas y el escorbuto determinaban cuántos de esos infelices verían la tierra firme. Si tenían la mediana fortuna de desembarcar, muchas veces los sueños de oro y gloria culminaban con un dardo en la garganta y la coraza pudriéndose en la selva o brillando en un desierto. Contrariamente a lo que comúnmente se cree, la Conquista no enriqueció a España sino que la arruinó, en ella perdió sus flotas y sus mejores hombres.
¿Qué clase de estímulo impulsaba a estos individuos a tamaños padecimientos?, ¿Tan solo la voracidad, como plantea la demonología política de la Leyenda Negra? No, muchos ya poseían suficiente fortuna como para poder armar expediciones a su costa. Otros, como don Pedro de Mendoza, que se había enriquecido en el saqueo de Roma y ostentaba el envidiable rango de gentilhombre de cámara del Emperador, no necesitaba oro o jerarquía social. Los voluminosos registros de los pasajeros oficialmente autorizados a emigrar, demuestran que no sólo ganapanes y convictos emprendían el viaje a lo desconocido.
La rapacidad originó la conquista del Perú por parte del porquerizo de Extremadura, pero también la lealtad a la Corona, la devoción religiosa y el espíritu quijotesco de Sarmiento de Gamboa impulsaron el trágico intento de colonización del Estrecho de Magallanes. Fue algo más. No sólo se perseguía el oro, la pedrería, las especies y las perlas de Cipango y Catay, era también la búsqueda del imposible, del Reino del Preste Juan y las siete Ciudades de Cíbola, la fuente de la eterna juventud y el reino de las Amazonas, la isla de San Brandan y el paraíso perdido. En suma, el gobierno de la ínsula Barataia que Sancho Panza recibió de los labios afiebrados de locura, de amor, de pasión por la justicia y el honor del caballero manchego.
¿Qué es una visión idealizada de la expansión ultramarina? Sin duda, como la del mundo precolombino que se intenta imponer ahora. No sólo por la codicia se mueve el hombre y la historia. Hernán Cortés, por ejemplo, declaró en una carta a su padre que “consideraba mejor ser rico en fama que en propiedades”. Ese deseo de fama, de gloria, de protagonizar novelas de caballería, condujo a la ejecución de increíbles hazañas, y a la exhibición de una valentía que pocas veces tuvo su igual en período alguno. Es imposible entender esta búsqueda del infinito, sin compenetrarnos en el clima espiritual de la España del siglo XV y XVI. Acertadamente comenta Levi-Strauss que 1492 significó para España no solo el descubrimiento de un Nuevo Mundo sino la confirmación de los mitos del mundo antiguo.
Toda esta empresa parece estar revestida por un halo de irrealidad. ¿No tiene acaso la misma épica, la misma ansiedad y el mismo espíritu místico, forjado en los siglos de la Reconquista, las letras de Lope, de don Miguel, de Tirso o Calderón que las hazañas de Cortés, Balboa, Aguirre o Alvarado? Actores y escenario parecen sobrehumanos. Hicieron historia y adoptaron actitudes históricas. Alvar Núñez Cabeza de Vaca, caminador incansable, naufraga en las costas de Norteamérica y atraviesa a pie el continente desde la Florida hasta California. Años después, enviado a Asunción desciende en las costas del Brasil y “para no perder entrenamiento” avanza por tierra hacia el Paraguay y descubre las Cataratas del Iguazú. Lope de Aguirre, .el enajenado,
desgarra el tejido forestal amazónico con sus marañones y se rebela contra el Rey, Sarmiento de Gamboa, el navegante empecinado, la más acabada realización del valor y el infortunio, funda “Rey Felipe” y “Nombre de Jesús” y despliega sus pendones en el extremo del mundo.
Fantasmas errantes, desvirgaron la geografía del orbe con la ropa hecha andrajos. En su travesía por tierras desconocidas, tan sólo el crucifijo que pendía de sus cuellos y el acero toledano que empuñaban en su diestra, denunciaba su origen extranjero. Ejemplo único en la historia, atletas de la cartografía, usaron las selvas, los mares y los desiertos como campo deportivo. Hombres extraordinarios del extraordinario siglo XVI.

La muerte del Sol

“...en los caminos yacen dardos rotos,
los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas,
Enrojecidos están los muros.
Gusanos pululan por calles y plazas
Y las paredes están salpicadas de sesos.
Rojas están las aguas, están como teñidas,
Y cuando las bebimos
Es como si bebiéramos agua de salitre”
(Anónimo. “Anales de Tlatelolco”. 1528)

La aparición de América en la cosmovisión europea, coincide con la constitución del primer estado de la modernidad: España. Conjuntamente a la unificación de la península se publica la gramática castellana de Antonio de Nebrija, la primera escrita acerca de un idioma europeo moderno, que, a los efectos ultramarinos, tuvo una eficacia mayor que los aceros y arcabuces.
Paralelamente a este proceso de sistematización jurídica, institucional y religioso, comienza a surgir en las naciones ibéricas las primeras manifestaciones del Humanismo. La fe en el hombre y en los nuevos tiempos, expresada en las actitudes de sus protagonistas. La aventura del conocimiento en Enrique el Navegante, insomne en su castillo de Sagres, a la espera de noticias de ultramar para poder cubrir el vacío de sus portulanos. La intransigencia por la justicia de la Reina Isabel la Católica quién, al percatarse de los esclavos indígenas traídos por Colón, replica con aira indignación: ¿Quién se cree el Almirante para aherrojar a mis vasallos? Y ordena su inmediata liberación. El amor cristiano por los gentiles expresado en el oratorio de los hermanos jesuitas: “Pro América, pro indis et nigris, pro juventute”.
Pero conjuntamente con estas manifestaciones del Antropocentrismo sobrevive la Edad Media, con la cual nunca hubo una ruptura total. Y sobrevive en las letras: la balada nacional de España - el romance – se trasladó a América y perdura en nuestros días en algunos lugares alejados de la campaña rural, tal como lo demostró en nuestro país el catamarqueño Alfonso Carrizo.
Esta transición entre dos épocas arriba a América en toda su complejidad y asimetría. La conquista es una empresa de la Corona, y a la vez, privada, Las Capitulaciones se firman en nombre de la Fe, pero se determina cuidadosamente el reparto de las ganancias. Se combate en nombre del Rey, pero aún perdura aquello de: “Nos, que somos tanto como vos y que juntos somos más que vos”. Se elaboran las Leyes de Indias para resguardo de los naturales en plano jurídico y se establece la realidad brutal de la encomienda en el económico. El conquistador anónimo se debate entre el impulso sagrado del Medioevo y el lucro profano del Renacimiento.
Es tan difícil determinar cuál es el momento histórico de la Iberia de ese momento, como ubicar la obra de Dante Alighieri ¿Es la aparición del humanismo italiano o las cicatrices del conflicto entre Güelfos y Gibelinos? La periodización de la historia, en sentido estricto ha sido el origen de muchas confusiones, tales como imputar a las naciones ibéricas carecer del Renacimiento sin percatarse que la expansión oceánica fue la expresión máxima del mismo. Dice Hernández Arregui: “La metódica campaña de desprestigio cumplida por Inglaterra y Francia durante los siglos XVIII y XIX ha entintado la obra de España en América. España, con la conquista, realizó la más colosal empresa capitalista del Renacimiento, sin estar en condiciones de llevarla a término” y agrega Francisco Romero: “...se inaugura en ella una nueva filosofía, una nueva visión del cosmos, una nueva ciencia de la naturaleza”.
Esta es la Europa que en un principio llega, pero... ¿Cuál es la América que encuentra? Un universo de complejidad y desarrollo similar, en algunos casos, al europeo y en otros, en ciertos aspectos, superior. Pero en sus más altas expresiones poseído por el rigor mortis que le imponía su fatídica cosmovisión religiosa. Un poeta mexicano dijo: “No los derrotó España. Los abandonaron sus dioses y se suicidaron colectivamente.”.
En un primer momento la visión de América fue la del archipiélago edénico de las Antillas y las costas del Caribe, que desde Colón en adelante no ha dejado de compararse con el paraíso terrenal. La vitalidad de la vida selvática, la perfecta armonía con la naturaleza, ofrecía la visión de un territorio virginal, una sociedad impoluta, despojada de los vicios de la vieja Europa.
La conmoción que produjo las noticias de la tierra firme en la inteligencia europea duró siglos. Fueron el abono para todo tipo de utopías, desde los intentos de llevar a cabo las ideas de Erasmo de Rótterdam y Tomás Moro, hasta el buen salvaje de Rosseau y las teorías del socialismo utópico. Pero en el Nuevo Mundo, el deslumbramiento duró poco. Los primeros encuentros de sangre con los Caribes y los Mayas del Yucatán borraron de cuajo el cuadro idílico. Entre los rudos marinos resurgió el espíritu de lucha contra el infiel, y dada la condición salvaje que le atribuían, encadenarlos y utilizarlos como bestias de carga no les pareció objetable en su cristiana conciencia. Solo la Iglesia, y tras arduas polémicas, alzó su voz contra el esclavismo.
Lamentablemente, y pese al posterior conocimiento de otros pueblos, perduró la primera impresión del hombre americano por aquello de “visto un indio, visto todos”. Daba lo mismo un nómade amazónico que un agricultor andino.
El segundo contacto fue con las altas culturas de Mesoamérica y el macizo Andino, que algunos llaman encuentro y otros, no exentos de razón, como el escritor guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, describen como encontronazo.
El postrer momento, el verdaderamente genocida, no fue obra de España sino de la América independiente. La expansión norteamericana hacia las llanuras del Oeste, la argentino-chilena en el sur patagónico y las incursiones de los bandeirantes en el Amazonas. Ya no era necesario el arcabuz o las enfermedades, el despoblamiento fue consecuencia del Winchester legitimado por el evolucionismo spenceriano. Las Leyes Nuevas de 1542 fueron reemplazadas por la teoría de la supervivencia del más apto. Ni siquiera era necesaria la hipocresía del Requerimiento, ahora el exterminio tenía “sustento científico”.
Son ilustrativas las palabras de Miguel Cané, pronunciadas el 29 de agosto de 1899, en ocasión de debatirse la concesión de tierras para una misión salesiana en la Tierra del Fuego: “Yo no tengo, señor Presidente, gran confianza en el porvenir de la raza fueguina. Creo que la dura ley que condena los organismos inferiores ha de cumplirse allí, como se cumple y se está cumpliendo en todo la superficie del globo...”
Pero el hecho verdaderamente crítico, el de mayor intensidad dramática y sentido sustancial en la historia es, sin duda, el evocado en el quinto centenario. Tanto por la magnitud de las culturas que entraron en conflicto, como por el interrogante mutuo que se plantearon los antagonistas sobre la naturaleza del “otro”. Los teólogos se preguntaban si los indios eran hombres y los indios ahogaban a los españoles para comprobar si sus cadáveres se descomponían. No fue el encuentro de dos mundos, fue el descubrimiento de la propia humanidad.
1492 supuso el colapso del universo indígena, al que ya estaba destinado por el universo fatalista de sus creencias. Los símbolos y profecías, unidos a la rígida estructura teocrática, los predisponían a la para la derrota. La concepción cíclica del tiempo en Mesoamérica, que exigía incesantes volúmenes de sangre para mantener el movimiento estelar llegó a si cumbre, en 1450, con la instauración de las guerras floridas. Aliados con lo señoríos de Texcoco y Tlacopan, los tenochcas-mexicas libraron combates periódicos con sus vecinos poblano-tlaxcaltecas. El objetivo era la captura de víctimas para el sacrificio. Se calcula que en la sola ampliación del Templo Mayor de Tenochtitlan se sacrificaron entre 20.000 y 40.000 prisioneros como ofrenda a Huitzilopochtli. Solo así se comprende el amplio marco de alianzas que llegó a concertar Hernán Cortés.
Así como se le ha imputado a las naciones ibéricas la instrumentación del evangelio para justificar el saqueo y la expoliación, podríamos alegar que la conservación del Sol sirvió de coartada ideológica a los gobernantes mexicas para poner en marcha una política de expansión. En efecto, la guerra resultaba imprescindible, pero por razones económicas. Las naciones derrotadas debían entregar cuantiosos tributos, como podemos observar en el Códice Mendoza, para satisfacer las necesidades del tlatoani y del palacio. Dice Laurett Sejourné “... los aztecas no actuaban más que con un fin político. Tomar en serio sus explicaciones religiosas de la guerra es caer en la trampa de una grosera propaganda de Estado”.
Es obvio que los antiguos americanos distaban mucho de ser los mansos corderos de Las Casas o las víctimas inocentes de las lacrimógenas canciones de algunos cantantes de actualidad. No obstante, condenar las culturas precolombinas por sus sacrificios es tan absurdo como negar a Grecia por sus esclavos, a Roma por sus juegos de circo o a España por su intolerancia religiosa. Ni el oro surge amonedado de las entrañas de la tierra, ni el fuego nace solo de la madera fina. Somos hijos del barro y, como tales, nuestra grandeza consiste en transformarlo en cerámica.
Asimismo, es de destacar que así como la conquista española tuvo sus principales críticos en sus propias filas, algunos sabios nahuas se opusieron a las crueles creencias mexicas. Entre ellos, uno de los más grandes representantes de la poesía antigua, recordado por el propio Rubén Darío Nezahualcoyotl de Texcoco. Lamentablemente, sus críticas teológicas, reservadas al estrecho círculo sacerdotal, influyeron poco en la vida religiosa del pueblo.
Y fue este divorcio de la clase sacerdotal y la nobleza con el resto de la población, lo que determinó que descabezado el vértice de la pirámide el resto de la estructura de derrumbara como un castillo de naipes. El mal llamado “imperio” azteca y el supuesto “socialismo” incaico fueron en realidad la resultante de una monarquía despótica de tipo oriental, que protegía una aristocracia privilegiada y favorecía los intereses de la casta sacerdotal a costa del “macehual” y el “puric”.
Cuauhtémoc, “el águila que cae”, cayó ante el águila del blasón de los Habsburgo. Su destino tuvo la misma impiedad que el de Atahualpa: fue asesinado. La crueldad de la historia no admite derrotados que puedan transformarse en símbolos vivientes. No se lo permitió Roma con Vercingetorix y Viriato, ni Rusia con los Romanov, ni el propio México con Maximiliano de Austria.
Aztecas e Incas tuvieron en la historia la fugacidad de un cometa, pero su brillo aún nos deslumbra. España los sojuzgó como anteriormente ellos lo hicieron con sus predecesores. El vasallaje, la esclavitud, la crueldad y la explotación no eran nuevos en América. Cada cultura superpuso su dominio sobre la otra como la arquitectura sucesiva de la pirámide de Cholula. España fue respecto a todas, como la Iglesia de los Remedios que la corona.
La Serpiente Emplumada cedió su lugar a la Cruz de Occidente.

¿A donde iremos ahora, amigos míos?
El humo se levanta, la niebla se extiende.
Llorad, mis amigos.
Las aguas están rojas.
Llorad, oh, llorad, pues hemos perdido la nación azteca.

El tiempo del Quinto Sol había terminado.